Su
cara era el espejo del álmax.
Para K. (C. para los amigos, y
al que su mujer L. llamaba H. de P. en sus frecuentes peleas y “¡mi vida!” en las subsiguientes
reconciliaciones), las pastillas digestivas eran su desayuno diario. Con un álmax y un frío vaso de agua en el cuerpo, venían a continuación las carreras
matutinas para alcanzar el trabajo, siempre con el correspondiente atasco de
tráfico atravesándose por el camino, y con su úlcera yendo a más y mejor.
K.
era destructor de documentos en la oficina federal de patentes de Konigsberg (Matachussets
(Alabama (D. C.))).
K. (C. para los amigos), y al
que su jefe llamaba tarugo en ese momento, se dedicaba a la delicada tarea de triturar
la documentación sensible generada en el trabajo burocrático de aquellas
dependencias oficiales. K. colgó su gabardina en el perchero, se colocó en
posición en el rincón de siempre —ya sabes, al fondo a la izquierda si vienes
de “Ventanillas” y a la derecha si llegas desde “Registro”—, y se quedó con la
boca abierta de par en par, como de costumbre.
Pronto el primer compañero de la mañana, sin mediar un buenos días, metió el primer documento a destruir en la boca de K.
Pronto el primer compañero de la mañana, sin mediar un buenos días, metió el primer documento a destruir en la boca de K.
K. comenzó a masticar el papel.
Su boca ya era inmune al insípido sabor y pastosa textura de la celulosa,
aunque no su estómago, el cual había aprendido a digerirla a costa de
continuas indigestiones. A lo largo de aquella mañana, K. trituró con sus
dientes cientos de documentos (qué lejanos quedaban aquellos tiempos en los que
una máquina cumplía su misma ingrata labor).
Cuando
estaba a punto de llegar la hora de fichar y salir para casa, K. recibió el
último documento en la boca de manos de su mismo jefe. Las fauces de K. se cerraron,
sus molares se pusieron en marcha como piedras de molino, las glándulas
salivares humedecían el papel y su tráquea se preparaba para engullir el
resultado en forma de bolo no alimenticio…, pero…, pero aquello no pasaba…
K. insistió. Nada. ¿Un atasco de papel? “Como si no tuviese ya bastantes atascos con los del tráfico…”, pensó para sus adentros. Pero lo que no pasaba para dentro era el papel. ¿Tal vez salpimentándolo…? K. apretó con fuerza sus mandíbulas, sus colmillos se emplearon a fondo como cuchillas afiladas, hizo ímprobos esfuerzos por rasgar, picar, machacar, destruir, y deglutir —vía esófago—, el documento de marras, pero éste se rebelaba… K. no entendía nada.
K. insistió. Nada. ¿Un atasco de papel? “Como si no tuviese ya bastantes atascos con los del tráfico…”, pensó para sus adentros. Pero lo que no pasaba para dentro era el papel. ¿Tal vez salpimentándolo…? K. apretó con fuerza sus mandíbulas, sus colmillos se emplearon a fondo como cuchillas afiladas, hizo ímprobos esfuerzos por rasgar, picar, machacar, destruir, y deglutir —vía esófago—, el documento de marras, pero éste se rebelaba… K. no entendía nada.
K. sacó entonces la bola de papel mojado en que había quedado convertido el documento. Lo desdobló en los distintos fragmentos que ahora lo conformaban, y se dispuso a leer con ansia qué era lo que se tanto se le resistía…
Era
su última nómina, con un 10% de bajada de sueldo… Y K. no tragaba.
FIN
Diego Fdez. Sández